¿Tienen los arquitectos derechos de propiedad intelectual sobre sus edificios?

Uno de los aspectos más controvertidos en las operaciones inmobiliarias, cada vez más frecuentes sobre edificios completos, es el relativo a la propiedad intelectual sobre las edificaciones, por lo contraintuitivo que supone la superposición de derechos entre el propietario real del edificio y la posible titularidad de otros derechos distintos sobre el mismo, que pueden implicar un conflicto entre los deseos de quien ha de usar la construcción y los de quien la diseñó.

En primer lugar, para determinar si un edificio es susceptible de ser objeto de derechos de propiedad intelectual hay que discernir si tiene el carácter de obra original, tanto porque represente una creación novedosa y distinta de las anteriores como también porque refleje la personalidad o el estilo del creador. Además, la obra debe revestir lo que se ha denominado «altura creativa», que es un concepto jurídico indeterminado de difícil concreción, pero que ha de servir para diferenciar aquellas obras (en este caso, proyectos de arquitectura) que para estar protegidas por los derechos de propiedad intelectual deben incorporar un plus creativo frente a la mayoría de los trabajos de su género.

A los edificios en que concurran esas características de originalidad y altura creativa los denominaremos singulares y serán solo aquellos sobre los que los arquitectos u otros profesionales que hayan participado en su concepción ostentarán derechos de propiedad intelectual, tanto económicos como morales.

Los derechos económicos, que son los relativos a la explotación de la obra original (es decir, del proyecto de arquitectura), pueden ser objeto de transmisión y, normalmente, serán vendidos a los promotores de la edificación al suscribir el contrato en virtud del cual se encomiende la confección del proyecto sobre el edificio que posteriormente se construirá. Estos derechos no son, por lo tanto, problemáticos en las operaciones de transmisión de las edificaciones, ni ponen obstáculos a los negocios jurídicos sobre el inmueble, salvo en muy concretas ocasiones -como pueda ser la adjudicación de los bienes de una sociedad concursada, en la que se haya podido disgregar la propiedad del inmueble de la del proyecto-.

Sin embargo, los derechos morales, que son inherentes al creador y no puede transmitirlos ni desprenderse de ellos, pueden suponer un límite claro al uso de la edificación por parte de su propietario. Dichos derechos están integrados esencialmente por la autoría, reconocimiento, divulgación y la integridad de la obra, siendo éste último el más conflictivo, ya que faculta al arquitecto creador a evitar modificaciones que puedan desnaturalizar su obra.

Si bien esto no puede interpretarse de un modo que haga imposible cualquier actuación sobre las edificaciones singulares que no haya sido autorizada por el arquitecto que ostente los derechos de propiedad intelectual, habrá que estar a cada caso para valorar si las modificaciones que pretendan los propietarios del inmueble suponen vulnerar el derecho a la integridad de la obra que ostenta su creador, siendo especialmente sensibles aquellas que afecten a la estructura del edificio, su imagen exterior o fachada, sus proporciones, o incluso a las estancias o espacios interiores cuando éstas sean partes relevantes de la obra, u otras actuaciones que puedan menoscabar la reputación del arquitecto. En esos casos se hace imperativo el consentimiento del titular de los derechos morales.

Reflexión distinta merece la reproducción o comunicación pública (mediante fotografías, videos, dibujos, etc.) de la imagen del edificio singular, incluso con finalidad comercial, que es libre en España -pero no así en otros países como Francia o Italia- en virtud de la «libertad de panorama» reconocida en el artículo 35.2 del Texto Refundido de la Ley de Propiedad Intelectual, para todas las obras que se encuentren permanentemente situadas en la vía pública, lo que incluye edificios pero también esculturas u otras similares.

Sin embargo, habrá que prestar atención a aquellos raros supuestos en los que entre en juego otro régimen de protección: el del derecho de la propiedad industrial, cuando la fachada del edificio hubiera sido registrado como marca, como sucede en obras icónicas como el Chrysler Building (Nueva York) o el Museo Guggenheim (Bilbao). No obstante, aunque el registro de la fachada del edificio como marca permita la exclusividad en el uso como signo identificativo comercial, no parece razonable extender dicha exclusividad al derecho a fotografiar la construcción o a difundir su imagen, fuera de su empleo como marca.

** Víctor Soriano i Piqueras es abogado especialista en derecho público e inmobiliario, profesor de derecho administrativo y diplomado en propiedad intelectual por la OMPI.

¿Puede ser obligatorio vacunarse de COVID-19?

La obligatoriedad de la vacuna de COVID-19 está en el debate público, aunque todavía es una quimera hablar de imponer la vacunación cuando no hay dosis suficientes ni siquiera para una mínima parte de todos los que querríamos vacunarnos. No obstante, los coletazos de negacionismo de algunas personalidades recuperan la idea de hacer la vacunación obligatoria, al mismo tiempo que desde el Gobierno español y otros del Consejo Europeo se propone un pasaporte de vacunación que permita a los que se hayan inmunizado frente al coronavirus realizar una vida algo más normal.

En este contexto, ¿es posible que se declare obligatoria la vacuna de COVID-19? Desde luego, no en este momento. Tampoco parece que sea una posibilidad que el Ejecutivo o el Legislativo se estén planteando, ya que la escasez de vacunas convertirían la norma en inútil. Pero, ¿y cuándo haya vacunas para todos?

La posibilidad de que la Administración sanitaria competente adopte la obligación de vacunar a personas en concreto ya encuentra amparo en el ordenamiento jurídico español vigente. La Ley Orgánica 3/1986, de 14 de abril, de Medidas Especiales en Materia de Salud Pública, que ha alcanzado un grado de protagonismo inesperado, permitiría en su artículo Segundo que se ordenase la vacunación de aquellas personas cuando se aprecien indicios racionales que permitan suponer la existencia de peligro para la salud de la población debido a la situación sanitaria concreta de una persona o grupo de personas o por las condiciones sanitarias en que se desarrolle una actividad. Es decir, aquellos que, de no vacunarse, podrían poner en peligro a la colectividad.

Por supuesto, la adopción de esa medida no puede ser caprichosa, pues implica una invasión gravísima de la esfera de derechos de los ciudadanos concernidos y requiere, en todo caso, de la autorización por el órgano competente de la jurisdicción contencioso-administrativa. Es decir, la intervención judicial.

Opinión distinta nos debe merecer la obligación de la vacunación con carácter general, no de personas específicas, sino de toda la población, con independencia de la existencia o no de un riesgo para la comunidad. En ese caso, el derecho español vigente no permitiría a la Administración adoptar una decisión de ese calibre. Al menos, no sin dictar una ley orgánica, dada la clara invasión de los derechos fundamentales que supondría la medida.

La Constitución española, a diferencia de otras de nuestro entorno, no recoge expresamente el derecho a la autonomía del paciente con respecto al tratamiento médico, sino que recoge un genérico derecho a la salud, además de un firme derecho a la integridad física y moral (artículo 15, sistematizado junto al derecho a la vida), en el que parece razonable encajar la imposibilidad general de recibir tratamientos médicos contra la propia voluntad.

Sin embargo, España ratificó en 1999 el Convenio para la protección de los derechos humanos y la dignidad del ser humano con respecto a las aplicaciones de la Biología y la Medicina, que recoge con rango constitucional la regla del consentimiento, además de un modo rotundo, impidiendo cualquier intervención médica sin consentimiento, aunque el apartado 1º de su artículo 6 abre la puerta a interpretar la posibilidad de intervenciones sin consentimiento cuando redunden en beneficio directo de la persona, pero ello exigiría entender que la incapacidad para prestar consentimiento no puede ser solo física o mental, sino también impuesta por la ley: [a] reserva de lo dispuesto en los artículos 17 y 20, sólo podrá efectuarse una intervención a una persona que no tenga capacidad para expresar su consentimiento cuando redunde en su beneficio directo.

Es muy interesante que este debate ya haya sido resuelto por la jurisprudencia constitucional de un Estado, el italiano, cuyo ordenamiento jurídico es totalmente simétrico al nuestro, aunque su Constitución sí que recoge expresamente el derecho a la autonomía del paciente.

Pues, bien, en pleno auge de los antivacunas en Italia, en el año 2017, el Gobierno adoptó por decreto ley una medida extraordinariamente polémica en aquel momento, pero que allana mucho el camino hoy: obligó a vacunarse contra una docena de enfermedades a todos los niños italianos menores de 16 años. La norma fue recurrida ante la Corte Costituzionale por las autoridades regionales del Véneto -que son habituales en los litigios sobre la invasión de competencias- aduciendo además de los motivos ordinarios, que en su región no existía una emergencia sanitaria y que se vulneraba el artículo 32, párrafo II, de la Constitución italiana: [n]essuno puo` essere obbligato a un determinato trattamento sanitario se non per disposizione di legge. La legge non puo` in nessun caso violare i limiti imposti dal rispetto della persona umana.

El Constitucional italiano, en su Sentencia núm. 5/2018, establece, resumidamente, lo siguiente: (i) que es lícitmo imponer la vacunación mediante el decreto ley, toda vez que la situación reviste la urgente necesidad requerida, (ii) que la potestad legislativa del Estado italiano alcanza a imponer la vacunación (cuestión ésta de competencias) y (iii) que no es incompatible con el derecho constitucional a la autonomía del paciente tanto porque el tratamiento se encamina a mejorar la salud del propio paciente como a garantizar la salud pública.

Reconoce así que el Legislador goza de discrecionalidad para imponer la vacunación a todos los ciudadanos de forma generalizada, pero impone que esa discrecionalidad deve essere esercitata alla luce delle diverse condizioni sanitarie ed epidemiologiche, accertate dalle autorità preposte (sentenza n. 268 del 2017), e delle acquisizioni, sempre in evoluzione, della ricerca medica, che debbono guidare il legislatore nell’esercizio delle sue scelte in materia. Es decir, que el Legislador ha de atender a las condiciones sanitarias y epidemiológicas y al estado de la ciencia médica en caso de que decidiera imponer la vacunación.

A la vista de los pronunciamientos de la Corte Costituzionale italiana y de la amplia aceptación social que la vacunación obligatoria parece que acogería en España, además de la parca regulación constitucional de la autonomía del paciente, todo apunta a que sería viable que las Cortes Generales adoptaran una ley orgánica imponiendo la vacunación de COVID-19 a toda la población, siempre y cuando ya esté la vacuna tan ampliamente disponible como para permitir su cumplimiento. Y, en consecuencia, las Autoridades sanitarias competentes podrían sancionar, de recogerlo las normas de derecho adminsitrativo sancionador que en cada caso corresponda, por ese incumplimiento, tal y como reconoce ya la Ley gallega recientemente aprobada.

Además, pocas dudas cabe de que con independencia de la sanción, la Administración sanitaria, bajo el amparo de la ley orgánica en que se impusiese la vacunación, podría dictar la orden de vacunar a quien se negase a hacerlo voluntariamente y, recabando la previa autorización judicial, acudir a la compulsión física como forma de asegurar la vacunación (algo sobre lo que no se ha pronunciado el Constitucional italiano). Algo que, no obstante, no parece lo más deseable en un Estado democrático de Derecho, donde el incumplimiento del deber de vacunación no debería acarrear más que sanciones administrativas o penales.

Cuestión distinta es la del pasaporte de vacunación, cuya existencia en tanto que la vacuna no esté disponible para todos supone una clara discriminación por motivos de salud que es abiertamente inconstitucional. Quizás le dediquemos espacio otro día en este blog.

¿Qué responsabilidad asume la gestora de cooperativas de viviendas?

La promoción de viviendas mediante cooperativas es una figura clásica en nuestro mercado inmobiliario pero que en las últimas décadas ha mutado desde su finalidad inicial, cuando colectivos profesionales se agrupaban para construir viviendas en los últimos coletazos del desarrollismo de los años 70 del siglo pasado, a configurarse como un instrumento más en el negocio de los promotores profesionales.

Cada vez es más habitual la existencia de empresas cuya actividad principal es la promoción inmobiliaria por su propia cuenta que directamente o mediante filiales constituyen cooperativas de viviendas para limitar la responsabilidad y, sobre todo, el riesgo y ventura de la actividad.

Esas empresas -las denominadas gestoras de cooperativas- se encargan de toda la actividad de la promoción, localizando y adquiriendo el suelo, encargando el proyecto y realizando la comercialización de las viviendas, pero los compradores finales en lugar de suscribir un contrato con la promotora, se incorporan a la cooperativa que se ha creado ad hoc para el edificio.

Por supuesto, antes del inicio de las ventas, los fundadores de la cooperativa de viviendas -que es, en realidad, la empresa gestora- la comprometen contractualmente frente a la cooperativa de distintos modos: mediante contratos de mandato de gestión, contratos de asesoramiento, contratos de asistencia técnica… con la finalidad de asegurar unos beneficios a la gestora equivalentes a los de una promotora convencional pero con la ventaja de que el riesgo derivado de las posibles demoras, de las modificaciones de proyectos, o cualquiera de los que son habituales en los negocios inmobiliarios no los asume la gestora, cuyo beneficio está garantizado, sino los socios de la cooperativa.

Advirtiendo del surgimiento de este nuevo fenómeno, la Ley 38/1999, de 5 de noviembre, de Ordenación de la Edificación, incorpora a la gestora de cooperativas como uno de los agentes de la edificación, extendiéndole la responsabilidad del promotor (artículo 17.4), tanto con carácter solidario frente a los demás actores como individual por su propia actuación como promotor.

La ley amplía así el ámbito de responsabilidad a la gestora de cooperativas, cuando efectivamente actúe ejercitando las funciones que son propias del promotor, como es habitual que suceda, imponiéndole el régimen de los agentes de la edificación también en materia de vicios de la construcción, sin perjuicio de sus responsabilidades contractuales generales del Código Civil para con la cooperativa o sus socios.

Los tribunales han venido reconociendo esta posición de la gestora de cooperativas como verdadero promotor a los efectos de la responsabilidad frente a los adquirentes de vivienda. Sirva de ejemplo por su claridad la Sentencia de la Audiencia Provincia de Madrid núm. 78/2010, de 8 de febrero: siendo la sociedad gestora una entidad cuyo objeto es precisamente la promoción y gestión de viviendas en régimen de cooperativa y comunidad de propietarios […] basta ver las obligaciones contraídas y la retribución pactada, nada menos que el 10% sobre el total devengado en la actuación promocional, incluyendo el importe de los terrenos, urbanización material y gastos indirectos de construcción.

Además de las labores de gestión de la cooperativa, es habitual que las gestoras también realicen las labores de comercialización, siendo el verdadero vendedor de las viviendas pese a la posición intermedia que ocupa la cooperativa en la operación. En esos casos, la jurisprudencia ha impuesto a la gestora de cooperativas la obligación de entregar la vivienda en las condiciones adecuadas, es decir, libre de defectos. De nuevo, es elocuente el ejemplo de la Audiencia Provincial de Madrid, en su Sentencia de 18 de abril de 2013: [d]ado que la demandada se lucró con la venta de los pisos, realizó la memoria de calidades y se le comunicaban los cambios que se querían realizar en la construcción, se la considera promotora y por tanto debe responder por los defectos constructivos.